Autores: Jocelyn Herrera y Miguel Loayza (Somos Periodismo PUCP)


Momentos antes del accidente, del que no ha querido hablar por más de un año, el suboficial César Villarroel estaba acurrucado dentro de su unidad vehicular, dudando entre dormitar o preparar su fusil para la siguiente jornada. Eran casi las tres de la mañana. En el peaje del kilómetro 314 de la carretera Panamericana Norte, la guardia de los efectivos de la Policía de Carreteras había terminado. Hacia la medianoche, una alerta de la base policial de Casma había advertido a todas las patrullas de la zona que una banda de asaltantes tomaba dirección hacia Huarmey. Un cerco policial estaba registrando a los vehículos que venían de norte a sur. Villarroel decidió aprovechar el momento de distensión para estirar las piernas, bajó del patrullero y se dirigió hacia una de las garitas del peaje. 

infografía de Cecilia Herrera y Jorge Lévano

Durante las tres horas que duró el operativo, ninguna banda de asaltantes cruzó el cerco policial y el suboficial se la había pasado intercambiando comentarios con los choferes, aconsejándoles prudencia para el resto del viaje. Vio rostros de todo tipo: adultos y ancianos, reconfortados, con los ojos hundidos e inyectados en sangre. Los años de experiencia le enseñaron a reconocer a un conductor con los cinco sentidos al tope y también a aquel convertido en una moneda al aire por el cansancio. Casi siempre en esos casos emitía la pregunta protocolar:

– Todo bien, ¿no?

– Perfectamente, jefe.

La muchacha que atendía en la garita hacia la que se aproximaba Villarroel conversaba con el chofer de un ómnibus rojo de dos pisos. A esas horas de la madrugada, en medio de la nada, se desarrolla una curiosa complicidad entre los guardianes de carreteras y los visitantes ocasionales. Villarroel se plantó frente a la ventana de la caseta y dio media vuelta, los ojos fijos en la oscura inmensidad del desierto, ajeno al diálogo que acontecía a sus espaldas. No llegó a ver el rostro del chofer. Mientras empezaba su andar de un lado a otro, de reojo se percató de que el bus Murga Serrano aceleraba hacia el norte. Horas después, mientras el bus yacía en esa misma carretera en cuatro partes desiguales, completamente destruido. El peritaje policial concluiría que el conductor se despistó a causa de un pestañeo. La versión no concordaba con la declaración de la muchacha del peaje que había visto al conductor en perfecto estado. Villarroel pensaría luego que le hubiese gustado comprobar todo ello por su cuenta. Aún no eran las cuatro de la mañana cuando empezó a garuar y el suboficial decidió volver a la camioneta.

Villarroel observó a su ahijado de escuela, el suboficial Guevara, durmiendo en el asiento del copiloto. Hacía un par de minutos que por el peaje no pasaba vehículo alguno. El silencio era casi absoluto. Entonces, recibió la llamada.

-Promoción, aquí Cumpa. Registran accidente en el kilómetro 315. Acérquese a inspeccionar.

Villarroel tomó la radio y sacudió al suboficial Guevara. Este lo miró con ojos adoloridos. “Accidente en el 315, voy a adelantarme para hacer el parte”.

Sabía que en menos de un par de minutos llegaría al lugar del evento, así que manejó el vehículo a velocidad prudente. La autopista tiene dos vías, de sur a norte y de norte a sur, de dos carriles cada una, separadas por una estrecha franja de tierra, sin ninguna cerca metálica. Un letrero apenas perceptible advertía una curva hacia la izquierda. La neblina era intensa. No había postes de luz, y ni siquiera los ojos de gato y demás tachas reflectivas que delimitan las calzadas permitían una adecuada visión más allá de los cien metros.

Poco después Villarroel logró reconocer un ómnibus azul de dos pisos varado en posición transversal en la vía norte-sur; tenía las partes delantera y posterior destrozadas y lo cubría una nube de tierra. Sus años como policía de carreteras lo habían acostumbrado a los accidentes más inauditos e inesperados, y la imagen de aquella máquina herida en medio de la calzada no lo impresionó. Estacionó el vehículo y apagó sus luces mientras sacaba la radio: “Base, envíen una ambulancia al kilómetro 315. Volcadura de ómnibus de dos pisos. Cambio”. La garúa continuaba. Progresivamente, mientras avanzaba a pie en medio de una oscuridad casi absoluta, Villarroel fue divisando otras formas negras, enormes e inertes, a unos metros del ómnibus. Cada vez escuchaba más fuerte ruidos que parecían lamentos.

De pronto, al acercarse lo suficiente, el cuadro se le presentó completo: a unos cincuenta metros del ómnibus que vio primero, otro del mismo tamaño, de color mostaza, yacía clavado en el desierto con la parte delantera destrozada. Más allá, un tráiler frigorífico blanco botaba humo, con la cabina del piloto completamente desaparecida. Desperdigados entre los vehículos, cuatro enormes amasijos de fierros se ubicaban a regular distancia unos de otros. Villarroel tuvo que avanzar un poco más para caer en cuenta de que se trataban de partes de un mismo bus. Se adentró un poco más en la escena y vio figuras humanas oscuras regadas en el cemento, unas retorciéndose y sin vida. Escuchó rezos y voces de auxilio.

El suboficial seguía caminando, ahora lentamente, cuando sintió que una mano lo tomaba de la basta del pantalón: era una mujer con la columna doblada, que pedía ayuda con una expresión que hasta el día de hoy no logra olvidar. De una sola barrida lenta pudo ver a un anciano sin brazo, una mujer con el estómago abierto y otra desfigurada. Vio limones desperdigados, innumerables biblias pequeñas, aceite, charcos de sangre. Intentó calcular el número de cuerpos que veía por todos lados: eran más de un centenar. Con cada segundo que pasaba se hacía más sensible a los gritos. Más allá, un diminuto bulto llamó su atención. Al observarlo mejor, pudo notar que era un feto. Entonces pensó que era una pesadilla.

-Cumpa, es Villarroel… Esto es un infierno, una desgracia… Llame a todas las unidades posibles.

A una mediana distancia, algunos carros empezaban a estacionarse al borde de la carretera.


***

José Flores Ramón solo estuvo un par de horas en su casa antes de salir nuevamente rumbo al terminal de Fiori, en el distrito de Independencia. Ese día había llegado a Lima desde Chiclayo a las ocho de la mañana junto con Artimidoro Gonzales Crisanto, su compañero en la empresa de transportes Murga Serrano. Ambos acordaron encontrarse en la estación a las cinco de la tarde para emprender otro viaje y aprovechar las horas al máximo. Era el domingo 22 de marzo del 2015, un día antes del accidente en el kilómetro 315 de la Panamericana Norte. 

En un día cualquiera, el bus de placa B7P-953, del cual Artimidoro Gonzales era el primer piloto y José Flores, el segundo, se estacionaba en la terminal a la espera de agotar los pasajes para la ruta Lima-Chiclayo. Ese día, sin embargo, Artimidoro le dijo que debían recoger a un grupo de religiosos del Movimiento Misionero Mundial en el Estadio de San Marcos.

Flores y Gonzales llegaron a las inmediaciones del estadio, en la avenida Venezuela, cerca de las siete de la noche. Los hermanos evangélicos salieron del estadio aproximadamente a las once y media.

Una vez que el bus emprendió la marcha, y luego de registrar a los pasajeros, Flores ingresó a la cabina del copiloto para descansar. A él le correspondía tomar el volante cuando llegasen a la ciudad de Huarmey. Al día siguiente, interrogado por el fiscal Antonio Huallpa Chuctaya en una camilla del Hospital de Apoyo de Huarmey, Flores declararía que no sabía por qué Artimidoro Gonzales, que había estado manejando por más de cinco horas seguidas, no lo había despertado para el relevo obligatorio. Encerrado en la cabina, profundamente dormido, no supo tampoco contra qué había impactado el ómnibus. Solo recuerda hasta hoy que lo despertó un golpe descomunal, que intentó agarrarse instintivamente, que al instante notó que no había pasadizo ni absolutamente nada para agarrarse, que tenía la sensación de que el bus continuaba avanzando hasta que se dio cuenta de que se encontraba en apenas un fragmento del bus que seguía deslizándose por inercia, y que lo rodeaban gritos, llantos y desesperación.

Cuando despertó estaba tendido en el pavimento. Se percató de que estaba semidesnudo, sin zapatos, con lesiones profundas en la pierna izquierda y un dolor que le impedía caminar. Lo condujeron a otro vehículo y permaneció allí hasta las nueve de la mañana, luego lo llevaron a un hospital. Después del interrogatorio del fiscal, cayó en un sueño profundo. En la tarde despertó aturdido en el hospital Hipólito Unanue de Lima.

***

Mientras Herbert Santamaría y Vladimir Pintado corrían al terminal terrestre de Chiclayo para tomar uno de los últimos buses que salían de la ciudad, cuarenta mil de sus hermanos en Cristo lloraban de rodillas en un viejo estadio de Lima. La Convención Familiar 2015 del Movimiento Misionero Mundial, congregación religiosa a la que pertenecían, había empezado el martes de esa semana en el estadio de la Universidad de San Marcos, y en ese momento, la cuarta noche estaba culminando. 

Ambos, compañeros en la especialidad de ingeniería civil de la Universidad Pedro Ruiz Gallo, habían desistido de participar en la convención por la sobrecarga laboral y académica. Fue a último momento que decidieron viajar a la capital para unirse a las celebraciones que terminaban el domingo.

En Lima, los días de culto transcurrieron entre cánticos y alabanzas con viejos conocidos de Lambayeque, Moyobamba y Rioja. De esta última provincia provenía Weider Leonor, un joven de veintidós años con quien congeniaron rápidamente.

Clausurada la convención, cuando los compañeros buscaban transporte de retorno, el pastor Pedro Cabrera les comunicó que había espacio en el bus que él supervisaba. Weider, el amigo riojano a quien acababan de conocer, dejó otro bus para acompañarlos. Al subir José Flores, el segundo piloto, registró sus boletos. Los tres pasaron entre niños y ancianos, parejas de esposos y familias enteras para tomar los asientos del fondo: Vladimir hacia la ventana izquierda, Herbert a su derecha y Weider hacia el otro extremo, separado de ellos por dos hombres mayores.

-Señor, te agradecemos los días que hemos pasado en familia y rogamos en tu infinita misericordia que protejas este viaje -dijo en voz alta el joven riojano y los demás pasajeros lo siguieron.

En el segundo piso los hermanos de la banda de música continuaron tocando hasta pasada la medianoche. Se impuso en el bus un sueño ligero, solo interrumpido por el llanto de algunos niños en la madrugada.

Unas tres horas después, a Herbert lo despertó un sonido de claxon que se aproximaba. Casi al mismo tiempo sintió una sacudida rápida y cómo su cuerpo resbalaba hacia la derecha de su asiento y se separaba de este. El impacto fue violento. El vehículo se precipitó hacia la izquierda de la vía, pero, una vez volcado, fue la parte derecha la que quedó en el pavimento, de manera que, en la posición final, Herbert recibía el peso de su compañero que iba a la izquierda y ambos aplastaban a los ancianos que iban en la misma fila y a su amigo Weider. El ómnibus había quedado tendido en el pavimento, a la altura del kilómetro 315 de la carretera Panamericana Norte.

En pocos segundos de agitada confusión, Vladimir, atrapado entre los asientos, se estiró para romper la ventana que tenía sobre sí. Hombres gritaban y niños lloraban, muchos rezaban en voz alta. Vladimir escuchó a Weider pedir calma.

De pronto, y sin que ninguno de los dos hermanos escuchara nada, un segundo impacto desató la oscuridad.

***

A un mes del accidente, el paisaje del kilómetro 315 de la Panamericana Norte, dominado por montañas de tierra y desierto, seguía igual, salvo por dos nichos fúnebres al lado de la carretera. En uno de ellos, unas flores marchitas eran retiradas por una mujer vestida de negro. Su nombre es Juana Zegarra y viene aquí para recordar a Roy Cano Sam, su pareja durante veinte años. 

La madrugada del domingo antes del accidente, Roy y Juana regresaban de una fiesta. Roy viajaría a Trujillo para tramitar su licencia de conducir. Debía tomar el bus a las diez de la noche y llegar a destino a las cuatro de la madrugada del día siguiente.

fotos: la república

La mañana del lunes avanzaba con normalidad. Su hija menor tomaba desayuno cuando vio en el noticiero imágenes de un accidente. Al recordar que su papá había viajado la noche anterior, se lo comentó a Juana. Para tranquilizar a la niña, ella aparentó no tomarle importancia al hecho. Pero cuando su hija se fue a la escuela, empezó a llamar a Roy repetidas veces, todas sin respuesta. Quizá se había quedado dormido en el hotel o pasaba por algún lugar sin señal.

El tiempo transcurría y la incertidumbre de no tener noticias la llevó a plantearse el peor escenario posible: Roy estaba herido o inconsciente o había perdido la memoria. Debía buscarlo.

En el hospital de Huarmey, Roy no figuraba en la lista de víctimas. Algunos cuerpos no identificados habían sido trasladados a Chimbote quince minutos antes.

En el Perú, solamente en el 2014 ocurrieron 2334 accidentes en las carreteras que cobraron 826 vidas y dejaron 5624 heridos. Juana solía oír esas cifras en los reportes de noticias. Si su temor se confirmaba, su pareja sería un número más en las estadísticas.

Ya en Chimbote le confirmaron que Roy había muerto en el accidente. Juana no admitiría que aquel cuerpo fuese de su pareja sin antes ver su DNI. La huella dactilar descartó cualquier duda. Como no estaba casada con él, no pudo reclamar su cadáver.

Después de la muerte de Roy, muchas cosas han cambiado. Juana tuvo que vender bienes y trasladar a su hija a un colegio estatal. Para ella el responsable de la tragedia debería estar en la cárcel, pero una demanda judicial implicaría un gasto que no puede pagar. No ha recibido reparación alguna de la empresa.

***

Vladimir Pintado Díaz pasa los días en un cuarto alquilado en Lambayeque concentrado en su tesis de licenciatura. A diferencia del suboficial Villarroel, todos estos meses ha conversado sobre el accidente de Huarmey hasta el hartazgo. La narración se ha vuelto casi monótona. 

-Luego del segundo impacto y del torbellino de vidrios, fierros y gente volando, caí desmayado. Cuando desperté, oí la voz de Herbert Santamaría llamándome. Vi a mi alrededor y sentí miedo. El miedo hace que el corazón se endurezca. Vi que estaban muertos rostros conocidos: el pastor Pedro, su esposa y una mujer embarazada. Herbert dice que vio a Weider ayudando a algunos heridos. Yo solo sé que en el hospital vimos su cuerpo muerto sin ningún signo de daño.

Una larga cicatriz en la cabeza es el único recuerdo manifiesto que le queda del día del accidente. Hasta hace poco las secuelas incluían extraños escalofríos en la noche y un repentino temor a la oscuridad.

-¿Por qué cree que pasó esto con hermanos seguidores de Cristo?

-Es una pregunta que se ha hecho mucho. No hay respuesta. A veces las cosas pasan sin explicación. Solo queda seguir buscando el rostro del Señor; algún día habrá respuesta. Yo tomé un carro para salir de Lima, a la media hora cerré los ojos y desperté a las cuatro de la mañana en medio de una tragedia. El hombre sabe cuándo nació, pero no cuándo morirá; yo a los 26 años casi muero.

-¿Y Murga Serrano?

-En Chiclayo cerró un par de semanas, pero luego continúo funcionando con normalidad. No sé en qué habrá quedado.

***

Más de un año después de ocurrido el accidente en el que murieron treinta y siete personas y más de ochenta quedaron heridas, el proceso penal iniciado por la Fiscalía Provincial de Huarmey continúa. Quien lleva actualmente el caso es la abogada Beatriz Gómez. Sobre Artimidoro Gonzales, principal responsable del accidente según las pericias policiales, no es mucho lo que se sabe. La fiscal señala que es un caso difícil porque, al ser el chofer mayor de 69 años y haber quedado discapacitado, la responsabilidad penal es restringida, por lo que solo recibiría la mitad de la pena. 

La fiscalía no ha podido comunicarse con Murga Serrano. Las notificaciones enviadas no han sido respondidas. La fiscal calcula la reparación civil que la empresa debería pagar a cada víctima en unos 50 mil soles. En total, la cifra podría superar el millón de soles.

El informe técnico de la Superintendencia de Transporte (Sutran), realizado al día siguiente del accidente, encontró responsable a Murga Serrano por no verificar que sus choferes no excedan las jornadas máximas de trabajo, que son de cinco horas consecutivas en el día y cuatro en la noche, y suspendió su licencia para la ruta Lima-Chiclayo. La respuesta de Murga Serrano, mediante carta del 14 de abril, se basó en que ambos pilotos conocían las reglas: por tanto, eran los únicos responsables. Además, no había forma de demostrar que Artimidoro Gonzales se encontraba manejando, dado que su propia esposa, Juana Palomino, manifestó que quien se encontraba conduciendo era el segundo piloto.

Tal versión se contradice con las pericias policiales, la declaración de José Flores y la versión actual de Juana Palomino y Artimidoro Gonzales, cuya ubicación se ha mantenido hasta ahora en secreto.

Ambos poseen hoy un negocio de venta de comida en el distrito de San Martín de Porres. Lo abrieron para sostenerse una vez que Artimidoro Gonzales quedó incapacitado para manejar vehículos. Le tomó un año recuperarse de las secuelas del accidente. Quince veces fue operado para recuperar la movilidad del brazo derecho.

-Venía manejando y me chocaron por detrás -fue lo único que dijo sobre el momento del accidente Artimidoro Gonzales, antes de sostener que por órdenes de su abogada no podía decir más.

De la empresa para la que trabajó más de cuatro años solo recibió 550 soles. “Nos han abandonado a nuestra suerte”, comenta Juana Palomino.

Si bien una de las sanciones que siguieron al accidente fue la cancelación, el 29 de mayo de 2015, de la licencia para la ruta Lima-Chiclayo, Murga Serrano ha seguido trabajando al interior del país. El año pasado fue la tercera empresa más involucrada en accidentes de tránsito, según la Sutran. Durante el 2014 y 2015, Murga Serrano acumuló 1603 infracciones; en enero y febrero de este año, ya tenía 24. En el 2015, acumuló 91 multas no pagadas por un valor de 71 mil 995 soles.

En el terminal de Fiori, Murga Serrano sigue operando con normalidad, y entre los viajeros frecuentes sus unidades siguen siendo garantía de transporte rápido.

***

-Huarmey enfermó la semana del accidente. En la televisión, la sangre, la carne te las ponían en la cara. 

Más de un año después, el suboficial César Villarroel cuenta detalles del caso por primera vez. Hasta hace poco el recuerdo del accidente del que fue testigo lo asociaba a imágenes y preguntas que prefería evitar. Cuando abandonó las carreras de literatura y psicología en la Universidad San Agustín de Arequipa, tenía la convicción de que como policía podría encontrar historias apasionantes, similares a las narraciones que lo cautivaban en los libros que leía desde niño. Luego del accidente no duró más de un mes en la dirección policial de carreteras. Hoy trabaja en la comisaría de la calle central de Huarmey.

Lo que más le impresiona de recordar ese día no son las visiones de buses en llamas, los cuerpos diseccionados, la tensa atmósfera protagonizada por hermanos que lloraban en la pista a sus muertos, sino lo poco que se comprendió el tema y sobre todo cómo, desde entonces hasta hoy, nada ha cambiado.

-Fue un accidente kafkiano, ¿sabes? Muchas cosas no tenían sentido. Las patrullas transportaban a los heridos al hospital más cercano y luego estos morían ahí porque casi no había personal para atenderlos. Has ido al hospital, ¿verdad?

El hospital de apoyo de Huarmey, el más cercano al punto en que ocurrió el accidente, solo contaba ese día con veinticinco camas para más de ochenta heridos, la mayoría de gravedad. Al igual que entonces, hoy solo cuenta con un médico de turno y un grupo de enfermeras. Es probable que entonces algunos murieran en los pasillos debido a la precaria infraestructura. Si un accidente similar ocurriera hoy, la suerte sería la misma.

-En el Perú los accidentes a menudo tienen que ver con la geografía de las carreteras o el clima. Lo de Huarmey no fue así. Fue la informalidad y contra ella no se puede luchar. ¿Qué variantes intervinieron para que el conductor tomase las decisiones que tomó?

Villarroel no sabe nada del conductor del Murga Serrano; escuchó que quedó paralítico o, incluso, que murió. Para él, es una víctima más del sistema informal de transporte, de rutinas crueles y mal pagadas, como pueden ser a veces las del policía. No imagina cómo un solo individuo puede provocar de un solo golpe tanta muerte y ser el único culpable.

Villarroel pasa por el lugar del accidente casi todos los días. No se ha puesto allí ninguna señal que recuerde que ocurrió una tragedia que cambió la vida de más de cien personas. No extraña sus días como policía de carreteras, las jornadas de soledad interminables encerrado en una camioneta, interrumpidas por asaltos, intervenciones o accidentes ocasionales. Entró a la policía para observar en carne propia las historias que antes estaban fuera de su alcance. En un solo accidente, y sus consecuencias, vio muerte, dolor inocente e indiferencia. Luego de ese día y los que lo siguieron, el suboficial cree haberlo visto todo.


(Publicado originalmente en 'Crónica y memoria', número 37 de Impresión, revista de la Especialidad de Periodismo de la Pontificia Universidad Católica del Perú / http://somosperiodismo.com/ )